Cada día se oyen más noticias de inteligencias artificiales (IAs) capaces de realizar tareas asombrosas. De hecho en algunos casos son capaces de mejorar el desempeño de humanos expertos en esa misma tarea. IAs que ganan a ajedrez o go, IAs que encuentran en radiografías patrones ocultos que permiten diagnosticar dolencias que a los radiólogos se les habían escapado, IAs que con la mediocre foto que hemos sacado con nuestro móvil generan una obra de arte, IAs que son capaces de llamar a un restaurante y reservar una mesa sin que el maitre se de cuenta de que no habla con un humano, ... En fin, IAs hasta en la sopa.
Lo que no tiene tanta repercusión mediática es lo que esas IAs aún no saben hacer. Por ejemplo la que juega al ajedrez no sabe hablar, no digamos reservar una mesa en un restaurante, o la que analiza radiografias podría encontrar un tumor en un dibujo garabateado de un bebé pensando que es una radiografía. La inteligencia humana, entendida como la capacidad de relacionar conceptos abstractos dispersos no ha llegado aún a la tecnología, son algoritmos que pueden comparar muy rápido cada situación con muuuuchos datos precargados que están relacionados con el problema que tienen que resolver. Puede parecer inteligencia, pero aún debe haber un humano decidiendo qué datos están relacionados para enseñar con ellos a la IA. Nuestro cerebro es capaz de comprender el contexto de las situaciones y modificar sus razonamientos en consecuencia, y esto es algo que las IAs todavía no han logrado.
¿Cuánto durará esta limitación de la inteligencia de las IAs? Aún está por ver. Los algoritmos se van mejorando poco a poco, y el hardware también, pero quizá hasta que no se produzca el salto cualtitativo que supondrá la computación cuántica nuestro cerebro estará seguro como rey de los procesadores del planeta.